Por Pablo Benegas.

“Te voy a contar las dos peores conversaciones de mi vida” me dijo Mariana. Las conversaciones se remontaban al tiempo en que trabajaba en su Brasil natal y hablaban mucho sobre un tipo de conflictos que no nos resulta nada fácil de manejar. Por eso creo que somos varios los que deberíamos escuchar lo que nos dice esta experiencia.

El conflicto que no lo era

Mariana trabajaba en el área contable de una empresa. El área estaba compuesta por su jefe, ella –una analista senior-, y una analista junior con quién tenía una excelente relación. Luego de una reestructuración en la que se fue su jefe, ella quedó virtualmente a cargo del área. Por extraño que parezca, su preocupación principal en esta nueva situación no tenía que ver con las nuevas responsabilidades, ni la mayor exposición de su trabajo, ni la incertidumbre que puede provocar un sacudón organizacional de este tipo. Su preocupación principal era que ahora la analista junior -su amiga- iba a tener que reportarle y comprometer entregas con ella. Imaginó que podía despertarse una pequeña lucha de poder, que el vínculo se iba a resentir si ella se ponía “por arriba”, más aún cuando no había un nombramiento oficial que acompañase el pedido. Le dio vuelta varios días, la inevitabilidad de la conversación le generó algunas noches de insomnio, buscó la mejor forma de plantearlo hasta que, finalmente, se lo dijo: “mira, en este nuevo contexto voy a necesitar de ti. Por eso te voy a hacer una serie de pedidos y, aunque no sea tu jefa y sigamos siendo pares, necesito que me apoyes con la información que te pida”. “Ok, me parece perfecto” fue la respuesta. Listo. Nada más. Ni discusiones, ni victimizaciones, ni resentimiento. Nada. “Obvio”. “Era lo esperable”. “Sigamos”.

Para que una conversación sea difícil no tiene que serlo para ambas partes. Puede pasar que sea uno el que sufre, imaginando las peores consecuencias o reacciones que después no están ahí. Por eso fue un primer indicador para Mariana, porque se dio cuenta de que la dificultad no estaba en la situación, sino en su vivencia personal de esa situación.

El conflicto que nunca llegó a ser

Una vez acomodada en la nueva situación, y con el pasar del tiempo, se dio cuenta de que tenía un problema: que no tenía ningún problema. Es decir, estaba llevando bien una nueva función, había incorporado las tareas de su jefe, pero si bien se le había mejorado un poco la remuneración, no se había reconocido ese trabajo. Y no parecía que lo fuese a ser. Esperó, esperó, esperó. Hasta que finalmente se cansó de esperar y cambió de trabajo: aceptó una oferta laboral en otra organización en otro país.

Antes de hablar de la falta de reconocimiento, de la fuga del talento o incluso de la oportunidad que podía representar para Mariana el cambio, hay algunas preguntas simples para hacerse: ¿sabía su empleador que Mariana aspiraba a la jefatura? ¿que estaba dispuesta a trabajar sobre su incomodidad para manejar a otros para tomar la posición? ¿que para ella eso era desarrollo y no la estabilidad o centrarse en sus fortalezas para trabajar con comodidad? ¿tenía elementos su empleador para hacerle una oferta superadora?

No explicitar las diferencias, aunque se haga muchas veces para no escalar los conflictos o para mantener las relaciones, es a la vez una forma de quitarle al otro la posibilidad de actuar teniendo en cuenta nuestras necesidades -lo que tiende a escalar los conflictos- y nos deja a merced de nuestros supuestos sobre el otro –lo que tiende a dañar las relaciones-. Por eso, algunas propuestas para aquellos que, por los motivos que fuesen, evitamos conflictos más de lo recomendado.

1) Reformular internamente el conflicto: si el conflicto es una situación de tensión emocional, generalmente improductiva, que daña las relaciones y nos genera incomodidad ¿por qué querríamos entrar en un conflicto? Lo razonable es evitarlo e incluso hacer concesiones incómodas para desactivarlo. Pero ¿eso es el conflicto? Dice William Ury en su libro Alcanzar la Paz, que el conflicto es como la lluvia, “Cuando ésta se presenta en la cantidad adecuada, es algo provechoso; en demasía, en el momento y lugar equivocados, produce una inundación catastrófica”. El problema para una persona más evitativa suele ser que, por querer evitar las inundaciones, no nos demos cuenta de la sequía que estamos provocando: hacer las cosas de una forma que nos parece subóptima, dejar insatisfechas necesidades (incluso necesidades que el otro no tendría problema en satisfacer), erosionar relaciones por atribuciones de intencionalidad, que no se perciba nuestro aporte o –peor aún – que sea mal percibido. Por eso, más allá de no sobredimensionar las consecuencias de tener una conversación, conviene pensar en los costos de no tenerla.

Además, un conflicto no tiene que ser necesariamente una pelea; es la explicitación de una diferencia (de criterios, de prioridades, de pronósticos, de formas de hacer las cosas) para intentar generar un acuerdo. Bien planteado, le estoy haciendo un favor al otro al traer la diferencia a la mesa. Ni siquiera es que haya que plantearlo como “o lo que tú dices o lo que yo digo” sino “¿qué podemos hacer con esto?”. Bajarle el tono internamente nos puede ayudar a pararnos de otra forma (con mayor serenidad y confianza) externamente.

2) Tener un objetivo: muchas veces, cuando finalmente decidimos tener conversaciones difíciles, entramos en ellas sin tener claro qué queremos lograr. Hacer catarsis o decirle a alguien que actuó mal no termina de ser satisfactorio, y probablemente genere una escalada. Por eso, preguntarse: ¿Qué me gustaría lograr? ¿que el otro sepa que algo me impacta? ¿que empiece a hacer algo de otra manera? Un buen objetivo puede ayudar a preparar mejor la conversación, y también a detectar cuando se está yendo de foco e incluso a evaluar si fue productiva o no. Muchas veces incluso puede ayudar a la conversación enmarcarla de acuerdo a un “objetivo superior” al que se dirige, que puede ser incluso compartido (“mantener la credibilidad frente al cliente”; “evitar un problema con el sindicato”; “no comprometerme a cosas que no voy a llegar a cumplir”).

3) Chequear los propios supuestos: como bien vio Mariana, los conflictos se forman de la combinación –en distintas dosis- entre cosas que pasaron y nuestra percepción de esas cosas que pasaron. Chequear esa percepción puede morigerar y hasta eliminar el factor de conflicto. Como marcan los profesores Stone, Heen y Patton, de la Universidad de Harvard, muchas veces asumimos las intenciones del otro a partir del impacto que tienen en nosotros sus acciones. ¿Nos retrasa el proceso? Sólo está pendiente de lo suyo y quiere cuidarse ¿No contesta? Es porque no le importa. ¿No aceptó un cambio? No quiere salir de su zona de confort ni trabajar más de lo indispensable. Cuando nos pegamos el dedo del pie, somos capaces de atribuirle malas intenciones a la mesa de luz. Por eso es importante completar un poco el cuadro haciendo preguntas que nos confirmen o cambian los inevitables supuestos: ¿por qué hiciste esto? ¿qué es importante para ustedes? ¿en qué situación están? ¿quién te pide eso? Así como en el cine la música de fondo puede alterar lo que nos genera una misma escena, así entender motivaciones e intenciones puede cambiar el tono de un conflicto. Y un par de buenas preguntas nos permiten cambiar la música.

4) Hablar de lo concreto: si uno de los temores al encarar estas conversaciones es que sea percibido como un desafío a la credibilidad o competencia del otro (una persona con más jerarquía, un par con el que tengo buena relación), una forma de desactivarlo es hablar de hechos, de cosas que se hizo o se dijo en lugar de sobre personas e intenciones. No tanto “el otro día quisiste mostrarte en la reunión y me desplazaste” sino más bien “el otro día terminaste exponiendo parte de lo habíamos acordado que me tocaba a mí y me quedé con poca información para agregar en una situación de mucha exposición”; menos frases del tipo “siempre me entregas con errores porque no chequeas” y más “los últimos 3 informes tenían errores en diferentes partes, lo que me genera intranquilidad para presentar a otros”. Mostrarle al otro que un comportamiento X tiene una repercusión en la situación Y es una forma segura de mantenerse hablando de problemas más que de personas.

Ya sea que nuestras peores conversaciones terminen a los gritos, o que sean solo una cortina de tensión que cubre una respuesta amable, la invitación es a generar conversaciones más productivas y satisfactorias.

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